6 de febrero de 2011

     de mente libre y voluntad de esclava

Con jirones de nube adormecida
e hilos de luna en luz de fría plata,
teje sobre mis ojos densa venda
y sumérgeme en sombra la mirada.

Quiero encerrarme al mundo, despertando
mis sentidos a ti, sobre mi espalda,
prisionera en muñecas y tobillos
de los cuatro puntales de la cama;
equis de piel vibrante, temblorosa,
de mente libre y voluntad de esclava.

Mi oscuridad amplía los sonidos,
viéndote mis oídos cuando avanzas,
y al detenerte, se me vuelven ciegos,
y tu inmovilidad me despedaza.

Este aire fresco eriza mis pezones,
y en ansiedad irreprimible aguardan;
parecen percibir tu cercanía,
mas no el tacto febril. ¿Qué te retarda?

Oh el estremecimiento de los muslos
cuando tu mano en ellos se adelanta,
y yo sin responder a la caricia,
mientras imperceptiblemente avanzas.

El retozo gentil de tibios dedos
que en los senos en círculo resbala,
cede el paso al zarpazo de la fiera,
de la entrañable fiera que avasalla.

Si apresurado, detenerte quiero;
si en lentitud, acelerar la marcha;
si en gentileza, brusquedad exijo;
si en arrebato, rogaré la calma.

Ciérnase sobre mí provocadora
el ave de rapiña que levanta
su rígida cabeza amenazante,
y penetre en el fondo de mi entraña.

No te puedo abrazar, fuérzame fiero,
sin escuchar gemidos ni demandas,
al galope, al galope, mi jinete,
mi jinete de intrépida jornada.

Intimo surtidor inaplazable,
tu estertor inequívoco presagia
blanca erupción. ¿Vendrá en mi subterráneo,
irrigará mi superficie pálida,
o inyectará su extracto intermitente
en la concavidad de la garganta?

Oh, qué abandono en mí, qué insuficiencia;
cuánta anticipación se me derrama,
sin libertad de acción; quiero y no puedo,
tensas las ligaduras que me amarran,
tensa la piel, manos y pies crispados,
y mi lascivia un tren a toda marcha.

A bordo, compañero, amante, a bordo,
ignorando estaciones y paradas,
nocturna travesía al infinito,
anégate y anúdate a mi alma.

Francisco Ávarez Hidalgo

(...)

10 de febrero de 2009

    Noche de bodas

Hace un par de años tuve un novio que viajaba mucho. Eso no hubiera sido problema si yo no hubiera estado en una etapa fiel – ¡las he tenido también! Esas dos cosas combinadas implicaban mucho tiempo sola, con las consiguientes y obvias ansiedades. Muchas veces salía con amigas, pero al no tener interés en pescar ‘algo’ (o alguien, digámoslo claramente) esas actividades me resultaban un poco aburridas. El tema era que mi novio me cogía poco, pero me cogía bien y yo no tenía ganas de otro tipo. Sencillito como eso.

Una noche, luego del baño, mientras me secaba, pensé como podría hacer para que esa velada fuera especial para mí. Había estado charlando por teléfono durante la semana con mi novio, hablando de nuestro reencuentro. Habíamos planeado una salida, un paseo especial... la idea de esa velada romántica me excitó, y me di cuenta de cuanto hacia que no me sentía así... al menos una semana, demasiado tiempo. Debìa solucionar eso.

Fue así que caminé hacia mi placard. Estaba desnuda aún, solo con turbante de toalla en mi pelo mojado. Me había excitado y quería sentirme linda. La idea de pasar una velada mimándome se plantaba en mi cabecita. Revisé mi ropa, pasando prenda tras prenda, pero nada me conformaba. En una noche normal me conformaría con una camisola o un pijama de franela, pero quería sentirme bella por dentro y por fuera, y ninguna de esas prendas lograba enamorarme.

Entonces tuve una inspiración, me zambullí en el fondo del placard y saqué una percha con su funda de nylon negro. Y casi con reverencia, bajé el cierre que protegía su contenido.

Adentro estaba mi vestido de novia. Sí, sí, sí. Así como lo leen. Aunque no lo crean, estuve casada, ¡y me casé por la iglesia! Pero bueno, cosas más raras han ocurrido.

Con cuidado saqué el vestido y lo estiré en la cama. Era una belleza, sigue siendo una belleza aunque hayan pasado años desde el fatídico día en que lo usé, evidentemente los vestidos de novia no pasan de moda. Todavía me acuerdo de la sensación de precipitarme al vacío que experimenté mientras caminaba por ese corredor, lo único que podía pensar era en no tropezarme y caer delante de trescientas personas que me taladraban con los ojos... sobretodo porque si lo hacían, verían lo que había – o no había - debajo del virginal blanco.

Y estaba todo allí aún, colgado dentro de la funda también, la ropa interior que había usado resaltaba por su negrura contra el blanco del vestido, así como había resaltado ese día contra la palidez de mi piel.

El conjunto de corsé, portaligas y medias me llamaban y no pude evitar hacerles caso. Dejé caer la toalla y me envolví en la dureza suave del corsé de seda y encaje bordado, llegaba justo debajo de mis senos ya que no me había animado a usar uno que se pudiera aparecer por la línea del busto. Mis tetas grandes y pesadas quedaban sin sostén así, pero se veían aun más blancas y cremosas en contraste. Me puse luego el portaligas y me senté en la cama para deslizar las medias también negras por mis piernas, disfrutando la sensación de mis manos contra mi piel, y sostenerlas al portaligas con sus broches. Sin bombacha. No había usado bombacha aquel día, y no pensaba ponerme una ahora.

Luego, despacio, con cuidado, me puse otra vez mi vestido de novia. Blanco, emperifollado, lleno de vuelos y encaje, todavía me quedaba como el día de mi boda. Me sentí muy mala, vistiéndome de blanco virginal cuando me sentía tan poco virgen…

Fui al baño otra vez entonces, y terminé mis preparaciones. Sequé mi pelo, y moldee mis rulos con los dedos, lo dejé suelto; me gusta la sensación del pelo rozándome la espalda y el nacimiento de las tetas, luego me maquillé con esmero, dejando mis ojos aún más grandes y la boca roja y madura, otro contraste que me encantó; no me apliqué rubor, todo ese proceso me tenía acalorada de más y mis mejillas parecían manzanas ya tentadas.

Estaba lista. Me aprecie un minuto más en el espejo de cuerpo entero antes de apagar la luz y disponerme a volver al dormitorio; dejándolo iluminado únicamente por la estufita de cuarzo del baño. Cuando me disponía a apagar también esa llave, volví a captar mi imagen en el espejo, con el halo rojo y suave del cuarzo a mis espaldas.

En el espejo, con esa luz, parecía otra persona. En la penumbra, parecía una novia joven e inexperiente, preparándose para la noche de su boda. Definitivamente otra persona. Esa imagen me excitó, así que decidí pasar el resto de la noche en esa habitación, iluminada apenas por el resplandor de la estufa, en compañía de esa jovencita ansiosa.


En el espejo, pude ver mi respiración acelerarse. Mis tetas redondas, se aparecían por encima del blanco del vestido, y sentí mis pezones endureciéndose. Deslice mis manos por la aspereza del encaje y me calenté todavía más. Una sensación calida se empezó a formar dentro de mí. Apreté mis pezones a través de la tela y pude sentir un estremecimiento recorriendo mi cuerpo.

Miré al espejo nuevamente y me imaginé que la mujer que estaba tocando era realmente esa otra, alguien inocente todavía, y me estimulé con la idea de estarle provocando esas sensaciones a la noviecita del otro lado. Dándole placer, iniciándola. ¿Y si fuera cierto? ¿Qué se sentiría ser la primera? ¿Estar con alguien que nunca ha sentido placer sexual, iniciarlo con esmero, paciencia, haciendo que las ansiedades crezcan, primero en su mente y luego en su cuerpo? El placer... ¿Enseñarle a sentir, a gozar?

Mi dios, mi cabeza me estaba traicionando, de pronto había perdido todo el control de la situación. Ya no era la mujer experimentada y hábil que soy, o tal vez si... sentía que me desdoblaba en dos, la que miraba en el espejo, yo, y a la que miraba, una virgen ansiosa en su noche de bodas.

Todos estos pensamientos me estaban llevando a un estado de excitación tan grande, que necesitaba sentir más. Mis piernas temblaban, sentía el roce suave del satén en mi piel, y mis manos las rozaron por encima de la tela resbalosa. Sin dejar de mirarme en el espejo, mis piernas se abrieron sin una orden conciente. Gemí. ¿Era yo esa jovencita de blanco, con las piernas abiertas mostrando unas medias muy negras, ligas y nada más?

Necesitaba más, más de ella, más de mí. Mis dedos hábiles, de uñas largas y muy rojas, encontraron enseguida el camino a mi conchita... no, su conchita. No me había puesto bombacha, así que nada me separaba de sentirme, o sentirla.

Mis dedos jugaron con mis pliegues, disfrutando el rocío de mis jugos, y llegaron a mi clítoris. Tan caliente y húmedo, que no pude evitar tocarlo, suavecito, apenas un roce, pero la sensación eléctrica que me recorrió me hizo saltar. Mi dios, ¡cómo deseaba que fuera realmente la conchita de la novia, sentirla así, mojada y deseosa por mí! Sentía que rápidamente me elevaba a un estado de éxtasis, y hubiera dado cualquier cosa por realmente tenerla allí, tener a esa jovencita a mi alcance. La inventaba apenas mujer, pero deseando serlo ansiosamente, nerviosa pero entregada, excitada, temblorosa. Esa imagen hizo que mi conchita pulsara, y la imaginé ajena, mi mano deslizándose por ella, despertando nuevas sensaciones y placeres en esa otra mujer.

Acariciaba, tocaba, rozaba, a veces suave y a veces fuerte. Me deleitaba en mis jugos, llevé mi mano a la boca, y saborée mi, su, humedad mientras la miraba a los ojos en el espejo. Casi me sentía desvirgarla. En ese momento ya no me importaba a quien tocaba, las sensaciones eran tan fuertes que perdí dominio y me deslicé a las baldosas frías del piso. Me podía ver aún, una nube de tela blanca, abriéndose al negro de mis piernas y el rosado encendido de mi conchita excitada.

Mis dedos encontraron el ritmo, presionando y rozando, en círculos, alrededor de mi clítoris, se escapaban, penetraban mi vagina, volvían a salir para tentar a mi clítoris que se sentía hinchado y mucho más grande, enviando oleadas de placer a través de mi cuerpo. Mi excitación me hacía débil, temblorosa en el piso, que ya no se sentía frío - lo único que sentía en ese momento era la necesidad imperiosa de acabarme.

Mi mano izquierda logró atrapar una teta por el escote del vestido, y la empezó a amasar siguiendo el ritmo de la otra, cada vez más fuerte y rápido, como me gusta, y sin querer hablé, le hablé a la mujer del espejo:

-¿Te gusta, verdad? Se siente bien así, rico, rico... ¿te lo imagianabas tan rico?

Temblando, me incorporé en mis rodillas y me acerqué al espejo, deseaba ver con más claridad la cara de mi novia cuando le diera su primer orgasmo. Mis manos seguían moviéndose, entrando y saliendo de mi conchita ahora, rozando con fuerza mi clítoris en el proceso, mis gemidos ya no eran gemidos, sino casi gritos y el placer era tan grande que temía no poder mantenerme en esa posición mucho más. Mi conchita y mi clítoris me gritaban que ya no aguantaban y sentía mi orgasmo montarse muy profundo dentro de mi cuerpo, temblaba casi continuamente ahora y tuve que luchar por mantener los ojos abiertos; la necesidad de dejarme caer en el piso otra vez era fuerte pero me esforzaba por mantener el equilibrio y seguir de rodillas.

El sudor brillaba en la piel de mis brazos y cuello y la sangre caliente me teñía la piel con más que color. Mi respiración estaba acelerada y mis gemidos contínuos llenaban el baño. Era la imagen de una hembra caliente y deseosa, y así la imaginaba a ella también, deseosa de mí, deseosa de sentir algo que no sabía aún bien que era. La virgen estaba a punto de dejar de serlo y ese pensamiento me dio nuevas fuerzas.

Me movía cada vez más rápido, mis dedos resbalosos corrían en círculos alrededor de mi clítoris pulsante, mi mano se empapó de pronto con un borbollón de líquido hirviente y me sentí gritar. Totalmente desconectada, vi el placer arremeter contra mi noviecita, maravillandome de las increíbles sensaciones que inundaban y atravesaban nuestros cuerpos. Me tensé en mis rodillas, totalmente ajena a cualquier incomodidad, y pude sentir las paredes de mi vagina contraerse y aflojarse, mi clítoris pulsar y explotar. Me tuve que apoyar en el espejo, mientras sentía las olas de placer que se extendían desde mi conchita a todos los rincones de mi cuerpo.

En el último momento logré volver a mirarme, mirarla a ella, y vi la sorpresa ante ese inmenso placer en la carita de mi niña, antes de perder toda expresión al sumergirse en su primer orgasmo, y sonreí.


(...)

27 de enero de 2009

     Martes de descuentos

Los martes en SiSi hay descuentos. Yo necesitaba una combinación nueva para una cita que esperaba transcurriera por los caminos previstos que incluían revelar mi compra, por supuesto. Llevar ropa interior nueva cada vez que existen esas perspectivas es una cábala que tengo, una cábala que nunca me ha fallado hasta ahora. No sé si es la ropa interior nueva, o el saber que la tengo, o simplemente yo… pero siempre da resultado.

El tema es que necesitaba ropa interior y era martes, y los martes en SiSi hay descuentos. Ya sabía lo que iba a comprar; quería un conjunto negro, delicioso, que había visto hacía unos días. Todo encaje y tul, parecía un pedacito de nube de tormenta. Generalmente cuando voy a comprar algo así, ya llego con las cosas muy claras en la cabeza. Soy una mujer atípica, no me gusta comprar ropa. Odio que me pregunten qué deseo si no me dirigí a una vendedora antes, me da vergüenza bajar media docena de estanterías para después decir que volveré más tarde, me molesta que traten de venderme cosas que no me interesan y me fastidia terriblemente que me acosen cuando solo estoy mirando.

Entré a SiSi directamente a las perchitas con los conjuntos, sin mirar hacia los costados, evitando los ojos de las vendedoras; iba dispuesta a ubicar lo que quería, descolgarlo y llevarlo a los probadores yo misma. Sin embargo, no encontré lo que buscaba, no había talle… ¡eran todos chicos! Yo soy tetona, conozco bien mi tamaño, y los sostenes eran todos chicos. Entregada, me giré hacia la tienda, debería pedirle a alguna de las vendedoras que me asistiera, seguramente había más talles guardados en alguna parte.

Recién en ese momento me di cuenta de que la tienda era un caos. Había venido tan encajonada en lo que quería hacer que ni había mirado. Las vendedoras corrían en círculos, como mariposas locas alrededor de un foco de luz, y el foco de luz era una mujer imperiosa que estaba comprando media tienda. La miré, un poco sorprendida, y hasta admirada. Era una mujer hermosa, alta, muy alta, morena, vestida con un tailleur que en cualquier otra hubiera parecido fuera de moda o simplemente ridículo, y cubierta con un tapado de piel natural hasta los tobillos. La envidié, si voy a ser honesta. Y me pregunté que haría una mujer así en SiSi un martes. Incógnitas de la vida.

Suspiré, desanimada, esto era malo, muy malo. Una risita apagada a mi lado me sobresaltó, giré rápidamente y me encontré con los ojos oscuros de un hombre mirándome.

– Si le parece que esto es malo, imagine vivir con ella.

– Muy fuerte, ¿no? – le contesté riéndome, y lo miré mejor. Evidentemente era su marido, tenía el mismo aire de distinción que ella, y me volví a preguntar qué haría esa gente en una mediería tan popular como lo es SiSi.

– Y que lo diga.

Le sonreí nuevamente, jugueteando con mis ojos antes de volverme hacia las perchitas otra vez, tal vez el 100 C me quedara… podría probarlo al menos. La perspectiva de sacarle alguna de las vendedoras a esa señora no me hacía ninguna gracia. Lo descolgué, junto con su bombacha, y me dirigí resignada a los probadores.

Los probadores son el instrumento de tortura por definición, absolutamente inevitables y sobrevividos con mucho esfuerzo. Los de SiSi no son diferentes, cubículos pequeños con apenas una cortina de límite entre mi desnudez y el resto del mundo. Primero me probé la bombacha: me quedaba perfecta, no era ahí el problema. Giré contenta y me miré de todos los ángulos, tal como lo esperaba, la prenda lucía estupendamente en mí. El tema era el sostén. Sin dudarlo más, me saque la remera y mi sostén viejo; mis tetas se liberaron felices y se bambolearon en el espacio pequeño del probador. Demoré un segundo para disfrutar la libertad y admirarme en el espejo antes de volver a intentar restringirlas en el nuevo sostén.

No me quedaba, tal como suponía, era pequeño para mí. Las tiras se me clavaban en la piel de la espalda y las tetas parecía que iban a salirse por las copas de la prenda. Putee en silencio, y decidí asomarme a ver si podía pescar alguna desde allí y evitarme toda la molestia de vestirme otra vez. Así que protegiéndome de alguna mirada indiscreta con la cortinita del probador, me asomé y, a pesar de que la tienda seguía siendo un caos, por suerte enseguida me encontré con la mirada de una vendedora. Agradecí en silencio mientras le mostraba el sostén que me acababa de sacar y le hacía entender por señas que necesitaba una talla más. La chica asintió con la cabeza y se alejó a buscar lo que le había pedido. Satisfecha me volví a encerrar en el probador para esperarla.

La muchacha demoraba. Demasiado demoraba. Estaba metida en ese probador, solo con una bombacha nueva con la etiqueta colgando, totalmente a merced de una gurisa que prefería la comisión que la mujer ricachona le estaría proveyendo y me estaba fastidiando. Ya estaba por vestirme otra vez e irme de la tienda cuando una mano apareció entre las cortinas con la nube de encaje y tul negro en sus dedos. Me sonreí, contenta, y estiré la mía para tomarla cuando me di cuenta de que no era una mano femenina la que sostenía la prenda sino una de hombre.

Una mano grande, morena, de dedos largos con uñas cortadas muy prolijas, y un suave vello negro que le crecía en el dorso y se hacía más tupido a medida que se escondía en las mangas de su traje de seda gris... Era el marido de la mujer, no había dudas, y allí estaba, sosteniendo mi soutien y esperando a ver si yo lo tomaba.

Dudé un instante, demasiado corto aun para mí, recordé la cualidad alegre de sus ojos al mirarme más temprano y lo fastidiada que estaba con esa mujer que estaba volviendo el trámite de comprar un conjunto de ropa interior mucho más molesto de lo esperado, y dejé que mi mano terminara de recorrer el camino hacia la suya. Mis dedos rozaron los suyos al tomar la prenda, y sentí una corriente eléctrica recorrer mi cuerpo. Mi dios, se me había erizado todo el cuerpo con ese simple contacto, y no lograba separarme, cual si estuviera ‘pegada’. Tuve que hacer un esfuerzo para cortar el contacto, y por fin probarme el sostén.

Me quedaba perfecto. Sostenía y exponía mis tetas de una forma encantadora. Estaba en el límite perfecto entre ser un sostén de puta y un sostén de señorita; con mi tamaño, el factor puta siempre es un tema, aunque para los propósitos que deseaba ese sostén, eso no me preocupaba demasiado. Además, tenía otras cosas en mi mente.

No me preguntes cómo, pero yo sabía que el hombre estaba parado detrás de esa cortinita infame mientras yo me probaba. Lo sentía tan claramente como sentía las tiritas del sostén nuevo, y eso estaba haciendo efecto en mí. Él estaba afuera, esperando, e imaginándome. ¿Qué puede ser más excitante que saber eso? Antes de que lo pudiera pensar mejor, estaba hablando.

– ¿Sabe? Tengo una duda, – dije en voz alta. – No estoy segura de que esto me favorezca, necesitaría una segunda opinión.

A través del espejo, vi como apartaba apenas la cortina y mirar para adentro. Como esperaba, sus ojos devoraron mi figura, ardientes, mientras asentía.

– Tiene razón, – me contestó. – No la favorece, pero creo que es porque está mal puesto.

– ¿Ah sí? – lo miraba por el espejo, todavía no me había vuelto a mirarlo. – ¿por qué no me muestra?

– Con gusto. – Dijo, y, como si fuera lo más normal del mundo, entró a mi probador y cerró la cortina tras él. No mostraba el más mínimo nerviosismo por estar con una mujer desconocida en un probador mientras su esposa enloquecía a medio pueblo afuera.

El espacio era pequeño, y él casi me rozaba. Era alto, muy alto, incluso para mí, debía levantar mi cabeza para mirarlo aunque aún no lo enfrentaba. Percibía su calor en mi piel desnuda y sentí que me abrasaba, me sentía totalmente expuesta a esos ojos encendidos e increíblemente excitada.

– Déjeme ver, – empezó, con toda naturalidad. – Estoy seguro que… sí, este es el problema. Y sin que pudiera detenerlo, soltó los broches del sostén y me lo retiró. – ¿Ve? Acá está el problema, se lo había prendido mal usted, quedaba torneada la tira de atrás.

Yo casi no podía respirar, y mucho menos contestarle. Sentí como me humedecía ferozmente y comenzaba a transpirar. Asentí sin palabras y levanté los brazos en un gesto indefenso, necesitaba que me volviera a poner el sostén, lo requería imperiosamente o no respondería de mí. Él, sin embargo, no se dio por aludido. En silencio, puso sus manos en mis hombros y me hizo girar hacia él, pero no me detuvo cuando estuvimos enfrentados, sino que me siguió girando para verme completa, hasta volver a dejarme de espaldas a él, mirándonos nuevamente por el espejo.

– Esa bombacha tampoco le queda bien, – dijo por fin. – Permítame.

Sin darme tiempo a reaccionar, el hombre se acercó más y metió un dedo largo y elegante entre el elástico que sostenía la prenda en su lugar y mi piel. Estaba ardiendo, y me estremecí al sentirlo. Con lentitud, desquiciada lentitud, lo hizo correr a mi alrededor, apretado contra mi cuerpo por ese ínfimo pedazo de encaje, siguiendo la línea de mi cintura hasta detenerse en frente, apenas debajo de mi ombligo. Su brazo me ceñía la cintura y sus ojos oscuros no se despegaban de los míos.

– El mismo problema, – dijo, suspirando y moviendo su cabeza como con resignación. – No sabe vestirse usted. El elástico está torcido, le queda feo así.

Asentí otra vez, dándole nuevamente la razón, aunque sabía bien que la bombacha estaba perfectamente colocada. El sonrió, como satisfecho ante una misión cumplida, pero no retiró su dedo. Lo sentía allí, quieto, casi tocando mi vello púbico, como acostumbrándome al contacto.

Yo respiraba agitadamente, y transpiraba, pero la humedad que me invadía no era precisamente sudor. No podía creer que me estuviera pasando esto: estaba metida en un probador de las medierías SiSi con un extraño, su mano en mi pelvis, mientras su mujer compraba afuera. Solo había una delgada capa de tela entre nosotros y el mundo, y sin embargo parecía que todo el universo estuviera comprimido en ese cubículo incómodo e inseguro, en él y yo.

– Pobrecita, – dijo el hombre, como compadeciéndose de mi miseria. – Tiene calor. Lo siento, ¿sabe? Cómo transpira.

– ¿Sí? – Me costó hablar, mi voz ronca, parecía que no había hablado en siglos.

– Sí, – me contestó, y sonrió, y despacito, muy despacito, comenzó a mover ese dedo enloquecedor. Se iba deslizando cual serpiente de fuego hacia las profundidades de mi bombachita, abriéndose paso entremedio de la mata de vello encendido hasta llegar a la humedad que rezumaba, apenas contenida, de mi rayita. Lo oí exhalar y cerré los ojos. Automáticamente mis piernas se apartaron ligeramente para darle mayor acceso, él no dudó un instante y comenzó a colarse suavemente por esa rayita empapada que no ofrecía la menor resistencia a sus avances.

– Mi… dios, – dije, entrecortada, cuando lo sentí introducirse delicadamente entre mis pliegues, acariciando despacio, recorriéndome fácilmente. Ya era un dedo solamente, más se habían unido en esa tortura. ¿Cuántos dedos tiene? pensé incoherentemente, mientras mis caderas se empezaban a balancear en un adelante–atrás que intentaba lograr mayor fricción, más contacto. Necesitaba sentirlo más, necesitaba urgentemente sus dedos en mi clítoris, dentro de mi vagina, no existía nada más en ese momento que su mano acariciándome, ni siquiera la pija dura que se adivinaba enorme y se apoyaba en mi cola cada vez que iba hacia atrás.

Él rió quedamente ante mis esfuerzos, y apoyo su otra mano en mi cadera, deteniéndome.

– Shhh, – me dijo. – Quietita. ¿Quiere más? ¿Por eso se mueve así? Dígame que quiere más, sino creeré que no le gusta y si no le gusta me iré.

– ¡No! – casi grité, sin pensar, aterrada ante la perspectiva de que se fuera y me dejara así. Estaba demasiado excitada, demasiado caliente ya, me invadía el trance del deseo, impidiéndome pensar.

– ¿No? ¿No quiere más? – su mano comenzó a retirarse, pero la mía fue más rápida, y pesqué su muñeca antes que abandonara la húmeda calidez de mi concha.

Entonces él se rió otra vez, esta vez no se contuvo, y una carcajada sonora se escucho cual trueno en ese probador diminuto. Un trueno que me despertó de mi trance. Abrí los ojos aterrada, las piernas me temblaron y me erguí rápidamente, miré a mi alrededor, como buscando una salida. Sus manos se hicieron fuertes entonces, el brazo que me ceñía se endureció y la mano en mi cadera me apretó con fuerza, empujándome contra el espejo, mientras que la que se deleitaba en mi concha me aprisionaba ferozmente. Iba a gritar, pedir por ayuda cuando se inclinó hasta mi oído y empezó a hablarme bajito y su voz era una mezcla entre amenaza y seducción que me dejaba indefensa.

– ¿Qué vas a hacer? ¿A quién vas a llamar? ¿Quién te va a hacer caso? Mirate, mirate en el espejo. Estás desnuda, ¿ves? Estás desnuda como la puta que sos, encerrada acá con un macho que te esta disfrutando. ¿Qué más querés? ¿Para qué son las putas como vos, sino para calentar machos y hacerlos gozar?

Sus dedos empezaron a moverse otra vez en mi concha, pero ahora no eran suaves, sino exigentes, sabían lo que hacían, los movimientos justos para hacerme sentir al máximo, encadenarme con ganas, esclavizarme con deseo. Exhalé, inhalé, me esforcé por respirar aunque las piernas me temblaban de miedo y de placer, y mis pensamientos se perdían en una espiral de construcciones sin sentido, pasando de la indignación total a la vergüenza, para llegar a una sola conclusión: no deseaba – no podía – irme de allí.

Él, inteligente, notó enseguida mi sumisión, y sus dedos se mantuvieron exigentes, pero la mano en mi cadera ya no me forzaba sino que me sostenía y su discurso cambió.

– Así chiquita, así me gusta. Reconocelo. Sos una puta. Y a mí me gustan las putas como vos. ¿Gozás? ¿Te toco bien? Linda. Linda putita, cómo te disfruto. Dale, acabate, acabate acá, mojame la mano, terminate como la puta que sos.

Y mientras hablaba sus dedos me tocaban, a veces enérgicos, a veces blandos, rodeando mi clítoris o golpeándolo con fuerza, apenas rozándolo o tomándolo entre dos dedos y haciéndolo girar. Otras veces se metían en mi vagina, girando adentro, empujando con fuerza, penetrándome, o buscando en mis paredes los puntos más sensibles. Ya no me importaba nada de lo que me decía, ya no me preocupaba ni me asustaba exponerme así, no sentía humillación, ni rabia, ni miedo; en realidad ya no podía pensar, no podía hacer nada, solo podía sentir. Sentía las sensaciones que se iban montando, como un resorte que se apretaba y se apretaba y uno sabe que en cualquier momento va a saltar.

Y en el momento en que finalmente el orgasmo se iba a resolver, cuando me preparaba para esa ola de gozo, el hombre me inclinó hacia adelante con fuerza, tanto que mi cara se golpeó dolorosamente contra el espejo. Una mano urgente me bajó la bombacha y lo sentí acercarme bruscamente hacia él, de alguna manera había liberado su pija porque la sentí entrar con fuerza en mi concha empapada, como un ariete que se abre paso por las puertas de un castillo, llenándome toda con esa barra de carne dura y caliente. No pude contenerme, no quise contenerme, el orgasmo estallo mientras lo sentía bombear adentro de mí, con fuerza, apretándome contra el espejo, sin el menor cuidado, usándome para acabarse de una forma casi desquiciada. Pero no me importo, porque el placer me inundaba, me envolvía y me hacía flotar. Y luego, casi inmediatamente lo sentí llenarme la concha de leche. Chorros hirvientes que me quemaban y dispararon otro orgasmo que me tomó de sorpresa, y no sabía si gritaba o no; no sabía si me acababa discreta o hacía un escándalo. No sabía nada, solo gozaba.

Ni siquiera me di cuenta cuando se retiró de mí. Me deslicé al piso y quedé sentada, totalmente perdida del mundo. Lo vi meter su pija que, increíblemente, aún seguía enorme, en su pantalón, arreglarse la ropa y mirarse en el espejo, comprobando su apariencia, antes de irse del probador. Así nomás, sin hablarme, sin dignarse siquiera a mirarme. Si no me hubiera sentido tan saciada, si no estuviera tan bien cogida, me hubieran dado ganas de putear, o tal vez llorar, no sé. Pero no soy poco realista yo, ese polvo me había dejado tan satisfecha que no tenía fuerzas ni para hablar, esa deliciosa languidez post-excelente-coito me lo impedía. Podría furiosa con el tipo,
que de hecho estaba, y avergonzada y furiosa también conmigo misma por permitirle tratarme así, pero no podía dejar de reconocer que me había cogido como los dioses.

Un rato después, ya repuesta – y vestida, obviamente, cuando logré juntar el valor necesario, me asomé a través de la cortina. Afortunadamente, al parecer, nadie había notado mi larga permanencia en ese lugar, ni los hechos que allí ocurrieron – gracias a dios. Tampoco se lo veía a él, ni a su esposa, por ninguna parte de la tienda. Agradecí por los pequeños milagros y salí del probador.

Encuadrando los hombros, con mi combinación nueva en las manos, me dirigí al mostrador. No me iba a ir sin lo que había ido a buscar, de alguna manera el comprar ese bendito conjunto de ropa interior era imperativo para mí en ese momento, casi un acto de absolución. La chica del mostrador lo tomó sin mostrar el menor signo de que hubiera nada malo con él – aunque yo sabía que la bombacha estaba empapada y olía a sexo, mojada con leche y mis jugos, el mismo olor que cada centímetro de mi piel debía despedir, y lo metió en una bolsita de papel muy coqueta.

– ¿Cuánto es? – le pregunté, buscando mi monedero en la cartera, tratando de que mi voz no temblara.

Ella me guiñó un ojo y me entregó la bolsa.

– Nada, – me contestó. – El caballero que se acaba de retirar ya lo pagó.

(...)

20 de enero de 2009

     Quiero

Quiero besarte, besarte en cualquier lugar y de cualquier manera, sin importar quien esté delante.

Quiero acariciarte cuando se me dé la gana, en casa, en el trabajo, en la calle, y perder mis manos bajo tu ropa. Quiero sentir tu pija pararse y pelear contra tu pantalón, tus manos arder por tocarme y apagarse en mi humedad. Quiero verte, tocarte, chuparte, lamerte, estrujarte y hacerte explotar.

Quiero que sólo pienses en mí, quiero que añores mi boca, mi piel, mis besos. Quiero que me cojas todos los días y te pajées por mí cuando no estoy. Quiero que me enseñes todo lo que sabés, quiero dar exámenes prácticos en tu cama, salvarlos con honores y seguir estudiando.

Te quiero adentro y alrededor, quiero que me abarques y me dibujes, me borres y me vuelvas a escribir. Que me armes y desarmes, que me des vuelta, que cambies mis esquemas. Quiero que me perviertas y me absuelvas y me vuelvas a pervertir.

Quiero ser mala, la peor.

(...)

17 de enero de 2009

     Laguna Negra 

Entre todas las cosas que he hecho, también fui líder de campamentos.

Increíble, hoy en día ni se me hubiera ocurrido una cosa así, pero en aquella época me pareció que que me pagaran mientras estaba de vacaciones era genial, y me embarqué con entusiasmo en la poco feliz tarea de entretener jóvenes imbancables mientras acampaban al lado de una laguna de agua negra, llena de curas y mosquitos.

Bueno, en realidad era la Laguna Negra, y el campamento es el de los Salesianos aunque ni se los ve, solo le estaba dando un poco de color. Pero ta, los mosquitos eran muchos mosquitos y los jóvenes eran tan jóvenes como imbancables.

Ese verano llegué a odiar a los adolescentes con fervor, y hubiera sido un verano totalmente desechable si no hubiera sido por una nena linda que me cambió los gustos.

Como decía Sofía Petrillo, la viejita de los ‘Años Dorados’, imagina esto: la Laguna Negra, verano del 96, Lolita sola y con síndrome de abstinencia, una adolescente con más calle que años y muy buen gusto – le gusté yo, al fin y al cabo- y una carpita chica para dos personas. Sugerente, ¿no? Bueno, con esos cinco elementos es que se teje este cuentito.

Eran estudiantes de 6to año en su viaje de egresados. Muchos, venían de Rivera y estaban locos por ver agua, y si algo tiene la Laguna Negra, es agua. Habían venido con ellos dos docentes, un profe y una profe, y la directora del liceo. La estaban pasando bien, sin dudas, cuatro días en las instalaciones de la laguna, disfrutando de la playita, y luego había planificada una excursión al bosque de higueras – maravilla natural – con su consiguiente acampada en medio de los higos (higos, higos, higos, higos – sorry, esto es para Marce, tiene locura por los higos) y un paseo de trekking por los montes alrededor, antes de volverse a sus pagos.

Las actividades se sucedieron como estaban previstas, los chicos se portaron tan bien como estudiantes de sexto año se pueden portar, y sus cuidadores, los profes y la directora, se portaron tan bien como cualquier can cerbero a cargo de veinte adolescentes con las hormonas alteradas se puede portar. Mis compañeras y yo, las ‘serias’ lideres del campamento, la pasamos bastante mejor que lo normal, siempre es mas lindo interactuar con muchachos de diecisiete a diecinueve años que con alumnos de escuela. Al menos mejora la visual.

Entonces el penúltimo día de estadía, fuimos al bosque de higueras, y luego de pasearnos interminablemente por ese paisaje árido, rocoso y lleno de árboles horrorosos – sorry Juana, pero NO me gustan las higueras, son ásperas y feas – nos trasladamos al sitio donde pasaríamos la noche.

Armar las carpas siempre era una transa, y decidir quien dormía con quien también. Las carpitas son para dos personas, y siempre había problemas al respecto. Increíblemente esta vez no los hubo. La profe y la directora dormirían juntas, mis dos compañeras en una carpa, y los chicos de dos en dos, el que sobraba con el profe (ese sí no parecía muy entusiasmado, la verdad) y las chicas de dos en dos también, pero como eran impares, una debería dormir conmigo. Generalmente éste es el punto donde se pelean, nadie quiere dormir con un profesor o una líder, así que me sorprendió que una de las chicas voluntariamente dijera: – Yo duermo con Lola, no hay problema.

Genial. Un problema solucionado, pensé yo, y nos pusimos a armar la carpita. Cada pareja era responsable de su carpa, así que la actividad en el campamento fue frenética por un buen rato. Luego armamos el fogón, y nos pusimos a preparar la cena campestre que estaba planificada en medio de cantos y cuentos. Fue una velada agradable, sin contratiempos, y agradecí el día menos como lo estaba haciendo cada noche desde que me había embarcado en la terrible idea de ser líder de campamento.

Horas más tarde por fin mis compañeras y yo nos pudimos meter en las carpas. Todos estaban durmiendo ya, la tarea de acomodar todo y limpiar era responsabilidad nuestra, así que siempre nos quedábamos para el final. Entré con cuidado en la carpa, tratando de no despertar a mi compañera de sueño, pero me sorprendí cuando vi que estaba aún despierta.

– Ah, – le dije, mientras me empezaba a sacar las botas y me ponía más cómoda – pensé que dormías.

– No tengo sueño, me dijo ella, y se incorporó en su sobre de dormir.

– Estás pasada de revoluciones, ¿no? le pregunté, sacándome la ropa y buscando el camisón en mi mochila. – Te entiendo, yo estoy muerta, seguro me cuesta dormirme.

– Algo así. – Cuando vio que me estaba por cepillar el pelo antes de acomodarme para dormir, la chica me preguntó, – ¿me dejás peinarte? Me encanta peinar, más un pelo como el tuyo.

Dudé un momento, con el cepillo en la mano, pero estaba cansada y siempre me había gustado que me peinaran.

– Dale, le dije, y le entregué el cepillo. La chica me contestó con una sonrisa tan amplia que parecía un solcito, y no pude más que responderle. Me giré, acomodándome con las piernas cruzadas y me dejé llevar por el placer que me da que me toquen la cabeza y me peinen.

La chica empezó a peinarme, y yo me dejé peinar. Delicioso, la sensación de sus dedos en mi pelo y el cepillo acariciándome el cuero cabelludo enseguida me hizo caer en ese sopor tan especial. Cerré los ojos y empecé a modorrear.

Estaba tan en trance que no me dí cuenta de que ella, además de peinarme, había comenzado a acariciar mi cuello y mi nuca con la otra mano. Se sentía muy bien, dejé caer la cabeza hacia adelante inconcientemente, como pidiendo más, y ella dejo el cepillo, y comenzó a acariciarme y masajearme los hombros, la nuca y el cuello con las dos manos.

Ahí me despabilé, levanté la cabeza de golpe y le dije: está bien así, Cristina (así se llamaba la nena, Cristina) Ya me voy a dormir.

– Es que estás muy tensa Lola, me dijo ella. Mirá estos nudos que tenés. Dejame que te dé un masaje, soy experta. Siempre se los hago a mi mamá.

Yo me debatía entre el placer que me estaban dando sus manos y lo que creía que no era correcto, pero mi umbral de duda en esos temas no es muy alto que digamos, así que me dije: “¿qué mal puede hacer dejar que Cristinita me dé un masaje?” y me entregué a sus dedos hábiles y firmes.

Las manos de Cristinita se movían seguras, y rápidamente me volví a sumir en estado de trance mientras la escuchaba hablándome suavecito desde atrás. “Qué tensa que estás, Lola,” me decía, “tenés el cuello duro, necesitás mis manos vos.” “¿Te gusta cómo lo hago? Mi mamá dice que soy experta”

Y yo solo podía decir que sí, que lo estaba haciendo muy bien. Estaba totalmente entregada, o creía estar, al menos. No tenía idea de lo entregada que iba a estar aún.

Al ratito sentí sus dedos en mi pelo, masajeándome la cabeza. “¡Qué lindo pelo tenés! Tan suave, tan rojo. Me encanta tu pelo.” Acercó su cara a mi cabeza y aspiró profundamente: “¡Y qué bien huele! Me encanta su olor.” Cuando quise ver, había metido su carita en el hueco de mi cuello y estaba respirando allí, esa sensación me hizo erizar, mi cuello es muy sensible. Se me pararon todos los pelitos del cuerpo y me estremecí; casi la sentí sonreírse contra mi piel.

– Sabés, - me dijo entonces, – no puedo seguir así, tus hombros también están tensos, pero no puedo masajeártelos por encima del camisón.

Cuando me dijo eso, giré para mirarla. Realmente mirarla. Creo que no le había prestado atención,atención de verdad, hasta ese momento. Era una chica muy bonita, de piel suave y ojos oscuros, medio achinaditos, con el pelo negro largo y brillante, pero eso no fue todo lo que vi. Estaba arrebolada, las mejillas coloradas y los ojos brillantes, la punta de su lengüita rosada aparecía entre sus labios y respiraba agitadamente. Cristinita estaba excitada, eso era evidente, y esperaba mi reacción.

Al verla así, me calenté también. Los síntomas eran inequívocos, la conchita me pulsaba, noté una humedad viscosa y bienvenida extenderse dentro de mí, y sentí que la angustia inminente del deseo me apretaba el pecho. Nunca me había pasado algo así con una mujer, mi predilección por los hombres había sido total hasta ese momento, pero Cristina me estaba excitando. Era una niña, una campista a mi cargo, y sin embargo ahí estaba, ofreciéndose y tentándome de esa manera.

La devoré con la mirada, notando cosas que antes ni habría mirado. La piel le brillaba, apenas húmeda de transpiración, los pezones duros se le marcaban nítidamente contra la lycra de su sostén – estaba apenas de combinación – y tenía los brazos tensos y las piernas apretadas entre sí, como conteniéndose. Las manos le temblaban, sabía que estaba decidiéndome y su ansiedad era evidente.

– ¿Qué edad tenés? - Le pregunté. En realidad era lo único que me importaba en ese momento.

Cristina se rió, reconociendo su victoria. – Tengo dieciocho, me contestó, los cumplí hace dos meses.

Me volví a dar vuelta, aliviada; no sabía si lo de la edad era cierto o no, pero mi conciencia se había aquietado y eso alcanzaba. Ya de espaldas, me subí el camisón y lo tiré a un lado.

– Tenés razón, le dije, estoy tensa. Mejor seguí con mis hombros. Pero antes apagá la lámpara por favor.- En esas carpitas, el juego de luces haría que nuestros movimientos parecieran un espectáculo de sombras chinas.

La chica no se hizo esperar, apagó la lámpara y sin una palabra siguió masajeándome; pero habíamos cruzado un umbral, y ambas lo sabíamos. Sus manos ya no eran las manos de una campista masajeando a una líder del campamento, se volvieron más audaces, y me recorrían la espalda, de la nuca a la cintura, con más esmero, acariciantes. Eran las manos de una amante.

Las sensaciones en mí iban montándose, pero Cristina solo me masajeaba la espalda, despacio, sus manitos no salían de esa área, arriba a abajo, a los lados, con más fuerza, con más suavidad. Mi piel hormigueaba, mi conchita se empapaba, podía sentir el olor de mi excitación y estaba segura que ella también podía sentirlo, pero aun así, sus manos se dedicaban a enloquecerme no haciendo nada más que frotarme la piel.

Las pocas dudas que podía haber tenido sobre la situación se me fueron entonces, Cristinita sabía muy bien lo que estaba haciendo. Creo que ella lo estaba midiendo, porque cuando ya no podía más, cuando casi me iba a levantar y decirle 'esto no puede ser', la chica me hizo girar rápidamente y puso su boca en la mía.

Sentí esa boca suave, tan suave, y me quede inmóvil. Nunca había besado a una mujer, aunque había fantaseado con ello muchas veces, sin dudas la realidad era mucho mejor que la fantasía. Su boca era suave, carnosa, tibia, y se presionaba firme contra la mía, quieta, como para acostumbrarme a su textura y su calor.

Tuve que abrir la mía. No pude hacer otra cosa, y apenas lo hice, su lengua se metió rápidamente en mi boca. Era rápida, e increíblemente, se sentía más suave que una lengua masculina. Me recorrió la boca de a poco, y yo me deje recorrer. Recorrió mis dientes, me lamió la lengua, jugó con ella, y luego se retiró a delinearme los labios, para volver a enterrarse dentro de mí. Era el beso más erótico de mi vida y me lo estaba dando una chiquilina.

Sus manitos empezaron a moverse entonces, las sentí rozarme las tetas de a poquito, mientras no dejaba de besarme. Se iban haciendo mas atrevidas, levantaron el peso de mis pechos en ellas, no las podían abarcar totalmente, agarraron mis pezones, los giraron, me juntaron las tetas, las acariciaron, las apretaron. Y yo estaba ahí, inmóvil, dejándome besar y amasar las tetas como si fuera un juguete en las manos de esa nena linda. Lo estaba disfrutando demasiado.

Seguía sentada a lo india, con las manos descansando en mis rodillas. Ella se había acomodado hincada delante de mí, inclinada hacia adelante para besarme y tocarme. Yo solo me dejaba, no podía hacer nada más. Entonces la sentí en mi entrepierna, sus dedos me acariciaron la conchita por encima de la bombacha, y yo pude sentir como la tela empapada le mojaba la mano. La sentí gemir dentro de mi boca, y sentí como esos dedos empezaban a frotarme por encima de la tela, de a poquito.

Era increíble, tenía su boca en la mía, una mano seguía acariciando mis tetas y la otra se había metido, atrevida, entre mis piernas y me pajeaba por encima de la bombacha; estaba totalmente empapada, el olor de mi pasión llenaba la tienda y yo me dejaba hacer. Creo que nunca en mi vida había sido tan pasiva y lo había disfrutado tanto.

No demoré mucho, estaba demasiado caliente, los dedos se abrieron paso empujando la bombacha adentro de mi conchita, tocándome directamente el clítoris a través de la tela; yo estaba tan, tan caliente, que fue como si me dieran choques eléctricos en el punto preciso dónde más sentía.

Me acabe así, sentada a lo indio, quieta, con su mano en mi conchita y su lengua dentro de mi boca. Cristinita aquietó mis gritos con besos.


(...)

     Picnic erótico

- Maldita sea.

La mujer tenía los brazos cruzados sobre el pecho y resoplaba. Estaba acalorada, el sol brillaba inclemente y el auto se recalentaba, aun con la puerta abierta. Ya hacía un buen rato que él había salido a buscar algún tipo de auxilio. Parecía mentira que una salida tan planificada y esperada se hubiera convertido en un infierno. Literalmente.

Lola se desabotonó aún más la blusa y la sacudió sobre su piel, haciendo aire. Estaba empapada, las gotas de transpiración corrían entre sus pechos y por su espalda. El pelo se le pegaba a la nuca y le quemaba. Miró el encaje blanco del sostén que se había comprado especialmente para esa ocasión, ahora empapado, y se rió. ¡Dios! Pensar que hacía meses que esperaba el famoso picnic erótico, y por una cosa o por otra no se había podido concretar, ¡y ahora esto!

Estaba todo preparado, una lona en la valija, una linda canasta con fruta y un vino en hielo, de esos que le gustaban a ella y lo hacían estornudar a él, y las ganas. Muchas ganas. Habían hecho muchos kilómetros entre las sierras para llegar a su destino, un lugar desolado. Martín conocía la zona, y lo había descrito como un lugar casi paradisíaco. Una arboleda a la que se podía llegar en el auto, un pequeño arroyo con un descanso profundo. El lugar ideal en el que pasarse toda la tarde cogiendo.

Esa era la idea, al menos, hasta que tuvieron la mala suerte de pasar por encima de una botella rota y pinchar DOS ruedas. De pronto el camino desolado era realmente desolado. Ni un alma a la vista, sin señal los celulares, y solo una auxiliar… Después de una buena puteada, Martín había hecho lo único que se podía hacer, salir caminando a ver si estaba ocupada esa casita que habían cruzado hacía diez kilómetros. Eso había sido hacía cuarenta minutos… y cada vez calor era más intenso y ella estaba más preocupada. Y con la preocupación, crecía el enojo.


Estaba pensando en todas las cosas que le iba a hacer a ese hombre cuando por fin volviera, cuando sintió ruido a caballos. Se asustó y miró por el retrovisor. Un par de caballos, montados por unos tipos, se acercaban. Cerró la puerta y subió el vidrio, puteando a Martín por dejarla sola en el medio de la nada. Los jinetes dieron un par de vueltas alrededor del auto antes de detenerse del lado de su puerta, y uno de ellos desmontó para acercarse a ella.

- ¿Necesita ayuda, señora?

- ¡La puta madre que te parió, Martín! ¡Qué sea la ultima vez que me asustás así!” le dijo ella, furiosa, cuando reconoció su voz, aún antes de verlo. La risa de él la enojó todavía más. Se bajó del auto como una tromba y saltó atrás cuando se encontró cara a cara con un caballo. -¡Martín! ¡Sacame este bicho de acá!

- Dificil, querida. Es nuestro pasaje de vuelta.

Lola miró el caballo otra vez, y de él a Martín. - ¿Pero vos estás demente? Yo no sé andar a caballo.

-¿Te vas a quedar sola acá? le preguntó él, y la miró con esos ojos oscuros que parecía que le veían hasta el alma.

-Ni loca, le contestó ella, pero mirando dudosa al caballo, ¡era tan grande!

-Yo la ayudo, Señora. La llevo si quiere.

Recién ahí Lola se acordó del segundo jinete. Un gaucho típico, hasta bombacha tenía. Una boina marrón caída sobre la frente no le tapaba unos lindos ojos azules que la miraban brillantes, y el pañuelo en el cuello no ocultaba un triangulo de vello claro que le asomaba por la abertura de la camisa. Lola parpadeó y se le ocurrió una idea para castigar a Martín por haberla asustado así.

- Me parece bien. ¿Usted me puede enseñar a montar? - le preguntó, levantando la vista hasta el gaucho. - Si usted me enseña, yo voy, - agregó, pero mirando a su novio. Martín solo se rió.

Eso la decidió y sin prestar más atención a Martín, Lola se subió al caballo del desconocido. No con poca torpeza, se acomodó en frente a él. La pollera se le trepó hasta medio muslo pero era imposible acomodarla mejor, y ella no se sentía segura para montar de costado. Sintió los brazos de él a sus lados, rodeándola mientras manejaba las riendas, y su pija contra su cola. Era inevitable, se sentía clarito en esa posición. Y después el caballo empezó a andar, y Lola le rezó a Jesús, María y José para no caerse del caballo.

Nerviosa, se arrepintió enseguida de haberse subido al caballo del gauchito y no al de Martín. A él lo escuchaba trotando atrás, y de vez en cuando se daba vuelta para mirarlo. El hijo de puta parecía estar disfrutando de su incomodidad, ¡hasta le guiñaba el ojo!

De nervios, se puso a hacer lo único que sabía hacer nerviosa: parlotear. Averiguó que se llamaba José, ¡José! parecía que sus plegarias habían sido respondidas. También se enteró que vivía con los padres en una estancia cerquita de ahí y que tenía 21, ¡21!, añitos. Él quería estudiar veterinaria en Montevideo y hacía tiempo que venía posponiéndolo. No, no tenía novia, aunque a veces viajaba a Minas a bailar los fines de semana. Sí, le encantaba bailar, sobretodo las lentas.

A medida que conversaba, Lola se iba relajando y disfrutando la situación. La pija de José a su espalda ya no se sentía ofensiva, al contrario, y ella se recostó en el amplio pecho del joven y se empezó a adormilar. Además, el movimiento pausado del caballo la rozaba muy placenteramente entre sus piernas, y ella acomodaba el cuerpo para sentirlo mejor. ¿Por qué nunca había montado antes? Si hubiera sabido que era tan agradable…

De pronto sintió el antebrazo de el rozándole una teta, primero pensó que era solo un accidente, pero cuando el roce se repito y se prolongó, se dio cuenta que no era así. No sabía mucho que hacer, así que se quedó quietita entre el círculo de los brazos de José. Su inmovilidad envalentonó al joven, porque pronto Lola sintió sus dedos rozándole una pierna, sobre la pollera, y luego unos dedos atrevidos sobre su piel.

Saltó asustada, y miró por sobre el hombro a Martín, que venía unos pasos atrás, a ver si él también lo había visto. La expresión en los ojos de él la sorprendió: ardían. Sin dudas había visto, y sin dudas se estaba excitando. Ella conocía bien esa mirada. Se sonrió, y se lamió los labios, sin dejar de mirarlo a los ojos. La exclamación ahogada que se le escapó a Martín fue suficiente para Lola. A ellos les gustaba jugar, y a ella le encantaba hacerle los gustos.

Ignorante de lo que pasaba entre los dos, José seguía jugueteando con sus dedos en el muslo de Lola. Ella giró a mirarlo, mientras ponía su propia mano sobre la de él y le sonreía. Despacio, Lola le guió la mano acercándola a ella, hasta que la perdió bajo su pollera. José no necesitó más, sus dedos encontraron rápidamente el camino hasta la bombacha de Lola, y empezó a jugar rozando la tela que se humedecía bajo sus dedos. Mientras, ella se recostó contra el pecho de el y apretó su cola contra su pija, que, no sorprendentemente, se sentía mucho más grande que antes. Mirando hacia el costado, notó que Martín había adelantado su caballo y los miraba descaradamente. Lola no despegó sus ojos de los de él, mientras se acomodaba mejor para darle a José más acceso a su conchita.

Sintió sus dedos acariciándola rítmicamente por sobre la tela empapada de su bombacha, buscando el sitio exacto y gimió de placer. Se sentía derretir, sentía los dedos de José en su conchita y los ojos de Martín en ella. Apoyada en el pecho del joven, se dejaba hacer, mientras no dejaba de mirar a su novio que la comía con su mirada. Se sentía muy puta, disfrutando de un hombre mientras la miraban.

Los dedos de José eran hábiles, jugaban con ella, la tocaban, presionaban, o se aflojaban, rozaban y rodeaban su clítoris, o se metían entre sus pliegues y se introducían traviesos en su vagina. Hacia rato ya que había salvado la barrera de su bombachita. Lola sentía que giraba en un remolino alucinante, y solo podía gozar. Agradecía que estuvieran en el medio del campo porque no podía más que gemir y gritar en brazos del joven gaucho. Él mientras le susurraba al oído que puta que era, que cuanto gozaba esa concha caliente y mojada que tenía y cuanto deseaba derramarse dentro de ella. Lola lo escuchaba, gozaba y miraba a Martín, que no había aguantado más y había sacado su pija enorme y deliciosa y se la tocaba mientras veía a su novia ser tan puta con otro hombre.

El orgasmo le llegó de sorpresa, y fue tan intenso que temió caerse del caballo, pero los brazos de José la sostuvieron mientras un espasmo tras otro la hacía gritar de placer. Nunca supo muy bien como, pero lo próximo que notó es que estaba en el suelo, a la sombra de unos árboles, y que José se desabotonaba el cinturón y liberaba una pija enorme frente a ella. Martín seguía sobre su caballo, mirándolos.

Lola no necesitó nada más, y tomó esa magnífica pija entre sus manos. Estaba hirviente, y tan dura que no parecía de carne. Cuando se la puso en la boca fue como probar ambrosia, estaba muy mojada y sabía deliciosa. Apenas le entraba en la boca de tan grande que era. Lola la lamió primero, pasando suavemente la lengua por su cabeza, grande y roja, recogiendo su jugo y saboreándolo. Luego fue bajando por el tronco interminable de aquella pija, lamiéndola toda hasta tenerla empapada entre sus manos.

Iba a metérsela en la boca totalmente cuando escuchó la voz de Martín, medio ahogada por su propia pasión pero bien clara. - No,- le dijo, -todavía no te la metas. Chupale las bolas ahora.

Obediente, Lola bajó entre las piernas de José y le chupó sus testículos, antes de metérselos en la boca, primero uno, y luego el otro. Por su parte, José se dejaba hacer, o estaba muy concentrado en su propio placer o le gustaba el juego tanto como a Lola y Martín.

Siguiendo las indicaciones de su novio, Lola pasó la siguiente media hora enloqueciendo de placer al gauchito: a veces lo lamía, a veces lo chupaba, o se lo metía en la boca hasta el fondo para luego sacarlo de golpe. O lo pajeaba con las manos mirando a Martín a los ojos, o lo chupaba fuerte y lo metía y sacaba rápidamente, cogiéndolo con su boca. Le chupaba la pielcita debajo de los testículos o la suave de la base de la pija. No se quedaba quieta.

Martín no se perdía de nada, pero sobretodo disfrutaba la calentura que se había ido montando nuevamente en Lola, y que se notaba en el río de jugos que corría por sus muslos mamaba a José. Con voz contenida, él la mandaba: “hacé esto, hacé aquello”, y ella lo obedecía. Mientras tanto él se tocaba, y se contenía, y esperaba. Deseaba que ella se sintiera muy puta, que se sintiera ‘su’ puta. Ya tendría tiempo de cogérsela él cuando el gaucho acabara, la cogería tan bien que ella nunca lo olvidaría.

Cuando ya no daba más de deseo, Martín le dio dos o tres órdenes precisas, la hizo hacer lo necesario para que el gaucho tuviera la mejor acabada de su vida, y en la boca de ella. La vio tragar, deseosa – la acabada fue tan copiosa que la leche se le escapó entre los labios y se derramó encima de sus tetas. La vio limpiarse, y llevarse los dedos sucios de esperma a su boca, mientras lo miraba y sonreía, ya completamente olvidada del hombre al que había – habían – hecho enloquecer de placer.

Recién ahí Martín se bajó de su caballo y se acerco al agotado José. Intercambiaron algunas palabras, y el gauchito asintió, sonriendo. Con una inclinación de cabeza a la mujer que lo había hecho gozar tanto, José se subió nuevamente a su caballo y se alejó trotando.

- ¿A dónde va?- Preguntó Lola, sorprendida y un poco asustada. - No nos va a dejar acá en el medio de la nada, ¿no?”

Sonriendo, Martín se le acercó y la hizo levantar del pasto. - No. El bueno de José nos va a venir a buscar en unas horas,- le dijo entre medio de algunos de los besos más apasionados que le hubiera dado nunca. Deseaba cogérsela ahí mismo, bajo esos árboles, y al lado de la carretera. Ya sabía todo lo que le pensaba hacerle, y no podía esperar o explotaría.

- Ah... - dijo ella, entendiendo, mientras le respondía los besos. -¿Así que vamos a tener picnic erótico al fin y al cabo?



(...)

13 de enero de 2009

     Alma de sumisa 

A mi amante le gusta que le cuente cuentitos. No importa si los cuentitos son ciertos o no, a él le gusta que yo le cuente cosas que he hecho o hubiera hecho si se dieran las circunstancias, dice que eso lo calienta y le enseña acerca de cómo pienso y siento yo así me puede coger mejor. Evidentemente no me voy a poner a discutir con él sobre eso, cualquier cosa que lo haga cogerme mejor de lo que ya lo hace está bárbara para mí. Así que acá estoy, pensando en todas las cosas que he hecho, a todos los tipos que me he cogido y los que no, las cosas que me calientan, me ponen loquita y me dan ganas de hacer, o las cosas que más bien me dan asquito pero igual me hacen ratonearme un poco. Supongo que esto será medio terapéutico. En el mejor de los casos el sexo seguirá mejorando - estoy segura que sí, le tengo mucha confianza, aunque más no sea porque me haga correr al baño a pajearme con el bidet – mi más fiel compañero, o subirme al auto, manejar hasta su trabajo y chuparle la pija en el parking. Cualquiera sea el resultado, soy una mujer obediente y estoy obedeciendo. Creo que tengo alma de sumisa.

(...)