27 de enero de 2009

     Martes de descuentos

Los martes en SiSi hay descuentos. Yo necesitaba una combinación nueva para una cita que esperaba transcurriera por los caminos previstos que incluían revelar mi compra, por supuesto. Llevar ropa interior nueva cada vez que existen esas perspectivas es una cábala que tengo, una cábala que nunca me ha fallado hasta ahora. No sé si es la ropa interior nueva, o el saber que la tengo, o simplemente yo… pero siempre da resultado.

El tema es que necesitaba ropa interior y era martes, y los martes en SiSi hay descuentos. Ya sabía lo que iba a comprar; quería un conjunto negro, delicioso, que había visto hacía unos días. Todo encaje y tul, parecía un pedacito de nube de tormenta. Generalmente cuando voy a comprar algo así, ya llego con las cosas muy claras en la cabeza. Soy una mujer atípica, no me gusta comprar ropa. Odio que me pregunten qué deseo si no me dirigí a una vendedora antes, me da vergüenza bajar media docena de estanterías para después decir que volveré más tarde, me molesta que traten de venderme cosas que no me interesan y me fastidia terriblemente que me acosen cuando solo estoy mirando.

Entré a SiSi directamente a las perchitas con los conjuntos, sin mirar hacia los costados, evitando los ojos de las vendedoras; iba dispuesta a ubicar lo que quería, descolgarlo y llevarlo a los probadores yo misma. Sin embargo, no encontré lo que buscaba, no había talle… ¡eran todos chicos! Yo soy tetona, conozco bien mi tamaño, y los sostenes eran todos chicos. Entregada, me giré hacia la tienda, debería pedirle a alguna de las vendedoras que me asistiera, seguramente había más talles guardados en alguna parte.

Recién en ese momento me di cuenta de que la tienda era un caos. Había venido tan encajonada en lo que quería hacer que ni había mirado. Las vendedoras corrían en círculos, como mariposas locas alrededor de un foco de luz, y el foco de luz era una mujer imperiosa que estaba comprando media tienda. La miré, un poco sorprendida, y hasta admirada. Era una mujer hermosa, alta, muy alta, morena, vestida con un tailleur que en cualquier otra hubiera parecido fuera de moda o simplemente ridículo, y cubierta con un tapado de piel natural hasta los tobillos. La envidié, si voy a ser honesta. Y me pregunté que haría una mujer así en SiSi un martes. Incógnitas de la vida.

Suspiré, desanimada, esto era malo, muy malo. Una risita apagada a mi lado me sobresaltó, giré rápidamente y me encontré con los ojos oscuros de un hombre mirándome.

– Si le parece que esto es malo, imagine vivir con ella.

– Muy fuerte, ¿no? – le contesté riéndome, y lo miré mejor. Evidentemente era su marido, tenía el mismo aire de distinción que ella, y me volví a preguntar qué haría esa gente en una mediería tan popular como lo es SiSi.

– Y que lo diga.

Le sonreí nuevamente, jugueteando con mis ojos antes de volverme hacia las perchitas otra vez, tal vez el 100 C me quedara… podría probarlo al menos. La perspectiva de sacarle alguna de las vendedoras a esa señora no me hacía ninguna gracia. Lo descolgué, junto con su bombacha, y me dirigí resignada a los probadores.

Los probadores son el instrumento de tortura por definición, absolutamente inevitables y sobrevividos con mucho esfuerzo. Los de SiSi no son diferentes, cubículos pequeños con apenas una cortina de límite entre mi desnudez y el resto del mundo. Primero me probé la bombacha: me quedaba perfecta, no era ahí el problema. Giré contenta y me miré de todos los ángulos, tal como lo esperaba, la prenda lucía estupendamente en mí. El tema era el sostén. Sin dudarlo más, me saque la remera y mi sostén viejo; mis tetas se liberaron felices y se bambolearon en el espacio pequeño del probador. Demoré un segundo para disfrutar la libertad y admirarme en el espejo antes de volver a intentar restringirlas en el nuevo sostén.

No me quedaba, tal como suponía, era pequeño para mí. Las tiras se me clavaban en la piel de la espalda y las tetas parecía que iban a salirse por las copas de la prenda. Putee en silencio, y decidí asomarme a ver si podía pescar alguna desde allí y evitarme toda la molestia de vestirme otra vez. Así que protegiéndome de alguna mirada indiscreta con la cortinita del probador, me asomé y, a pesar de que la tienda seguía siendo un caos, por suerte enseguida me encontré con la mirada de una vendedora. Agradecí en silencio mientras le mostraba el sostén que me acababa de sacar y le hacía entender por señas que necesitaba una talla más. La chica asintió con la cabeza y se alejó a buscar lo que le había pedido. Satisfecha me volví a encerrar en el probador para esperarla.

La muchacha demoraba. Demasiado demoraba. Estaba metida en ese probador, solo con una bombacha nueva con la etiqueta colgando, totalmente a merced de una gurisa que prefería la comisión que la mujer ricachona le estaría proveyendo y me estaba fastidiando. Ya estaba por vestirme otra vez e irme de la tienda cuando una mano apareció entre las cortinas con la nube de encaje y tul negro en sus dedos. Me sonreí, contenta, y estiré la mía para tomarla cuando me di cuenta de que no era una mano femenina la que sostenía la prenda sino una de hombre.

Una mano grande, morena, de dedos largos con uñas cortadas muy prolijas, y un suave vello negro que le crecía en el dorso y se hacía más tupido a medida que se escondía en las mangas de su traje de seda gris... Era el marido de la mujer, no había dudas, y allí estaba, sosteniendo mi soutien y esperando a ver si yo lo tomaba.

Dudé un instante, demasiado corto aun para mí, recordé la cualidad alegre de sus ojos al mirarme más temprano y lo fastidiada que estaba con esa mujer que estaba volviendo el trámite de comprar un conjunto de ropa interior mucho más molesto de lo esperado, y dejé que mi mano terminara de recorrer el camino hacia la suya. Mis dedos rozaron los suyos al tomar la prenda, y sentí una corriente eléctrica recorrer mi cuerpo. Mi dios, se me había erizado todo el cuerpo con ese simple contacto, y no lograba separarme, cual si estuviera ‘pegada’. Tuve que hacer un esfuerzo para cortar el contacto, y por fin probarme el sostén.

Me quedaba perfecto. Sostenía y exponía mis tetas de una forma encantadora. Estaba en el límite perfecto entre ser un sostén de puta y un sostén de señorita; con mi tamaño, el factor puta siempre es un tema, aunque para los propósitos que deseaba ese sostén, eso no me preocupaba demasiado. Además, tenía otras cosas en mi mente.

No me preguntes cómo, pero yo sabía que el hombre estaba parado detrás de esa cortinita infame mientras yo me probaba. Lo sentía tan claramente como sentía las tiritas del sostén nuevo, y eso estaba haciendo efecto en mí. Él estaba afuera, esperando, e imaginándome. ¿Qué puede ser más excitante que saber eso? Antes de que lo pudiera pensar mejor, estaba hablando.

– ¿Sabe? Tengo una duda, – dije en voz alta. – No estoy segura de que esto me favorezca, necesitaría una segunda opinión.

A través del espejo, vi como apartaba apenas la cortina y mirar para adentro. Como esperaba, sus ojos devoraron mi figura, ardientes, mientras asentía.

– Tiene razón, – me contestó. – No la favorece, pero creo que es porque está mal puesto.

– ¿Ah sí? – lo miraba por el espejo, todavía no me había vuelto a mirarlo. – ¿por qué no me muestra?

– Con gusto. – Dijo, y, como si fuera lo más normal del mundo, entró a mi probador y cerró la cortina tras él. No mostraba el más mínimo nerviosismo por estar con una mujer desconocida en un probador mientras su esposa enloquecía a medio pueblo afuera.

El espacio era pequeño, y él casi me rozaba. Era alto, muy alto, incluso para mí, debía levantar mi cabeza para mirarlo aunque aún no lo enfrentaba. Percibía su calor en mi piel desnuda y sentí que me abrasaba, me sentía totalmente expuesta a esos ojos encendidos e increíblemente excitada.

– Déjeme ver, – empezó, con toda naturalidad. – Estoy seguro que… sí, este es el problema. Y sin que pudiera detenerlo, soltó los broches del sostén y me lo retiró. – ¿Ve? Acá está el problema, se lo había prendido mal usted, quedaba torneada la tira de atrás.

Yo casi no podía respirar, y mucho menos contestarle. Sentí como me humedecía ferozmente y comenzaba a transpirar. Asentí sin palabras y levanté los brazos en un gesto indefenso, necesitaba que me volviera a poner el sostén, lo requería imperiosamente o no respondería de mí. Él, sin embargo, no se dio por aludido. En silencio, puso sus manos en mis hombros y me hizo girar hacia él, pero no me detuvo cuando estuvimos enfrentados, sino que me siguió girando para verme completa, hasta volver a dejarme de espaldas a él, mirándonos nuevamente por el espejo.

– Esa bombacha tampoco le queda bien, – dijo por fin. – Permítame.

Sin darme tiempo a reaccionar, el hombre se acercó más y metió un dedo largo y elegante entre el elástico que sostenía la prenda en su lugar y mi piel. Estaba ardiendo, y me estremecí al sentirlo. Con lentitud, desquiciada lentitud, lo hizo correr a mi alrededor, apretado contra mi cuerpo por ese ínfimo pedazo de encaje, siguiendo la línea de mi cintura hasta detenerse en frente, apenas debajo de mi ombligo. Su brazo me ceñía la cintura y sus ojos oscuros no se despegaban de los míos.

– El mismo problema, – dijo, suspirando y moviendo su cabeza como con resignación. – No sabe vestirse usted. El elástico está torcido, le queda feo así.

Asentí otra vez, dándole nuevamente la razón, aunque sabía bien que la bombacha estaba perfectamente colocada. El sonrió, como satisfecho ante una misión cumplida, pero no retiró su dedo. Lo sentía allí, quieto, casi tocando mi vello púbico, como acostumbrándome al contacto.

Yo respiraba agitadamente, y transpiraba, pero la humedad que me invadía no era precisamente sudor. No podía creer que me estuviera pasando esto: estaba metida en un probador de las medierías SiSi con un extraño, su mano en mi pelvis, mientras su mujer compraba afuera. Solo había una delgada capa de tela entre nosotros y el mundo, y sin embargo parecía que todo el universo estuviera comprimido en ese cubículo incómodo e inseguro, en él y yo.

– Pobrecita, – dijo el hombre, como compadeciéndose de mi miseria. – Tiene calor. Lo siento, ¿sabe? Cómo transpira.

– ¿Sí? – Me costó hablar, mi voz ronca, parecía que no había hablado en siglos.

– Sí, – me contestó, y sonrió, y despacito, muy despacito, comenzó a mover ese dedo enloquecedor. Se iba deslizando cual serpiente de fuego hacia las profundidades de mi bombachita, abriéndose paso entremedio de la mata de vello encendido hasta llegar a la humedad que rezumaba, apenas contenida, de mi rayita. Lo oí exhalar y cerré los ojos. Automáticamente mis piernas se apartaron ligeramente para darle mayor acceso, él no dudó un instante y comenzó a colarse suavemente por esa rayita empapada que no ofrecía la menor resistencia a sus avances.

– Mi… dios, – dije, entrecortada, cuando lo sentí introducirse delicadamente entre mis pliegues, acariciando despacio, recorriéndome fácilmente. Ya era un dedo solamente, más se habían unido en esa tortura. ¿Cuántos dedos tiene? pensé incoherentemente, mientras mis caderas se empezaban a balancear en un adelante–atrás que intentaba lograr mayor fricción, más contacto. Necesitaba sentirlo más, necesitaba urgentemente sus dedos en mi clítoris, dentro de mi vagina, no existía nada más en ese momento que su mano acariciándome, ni siquiera la pija dura que se adivinaba enorme y se apoyaba en mi cola cada vez que iba hacia atrás.

Él rió quedamente ante mis esfuerzos, y apoyo su otra mano en mi cadera, deteniéndome.

– Shhh, – me dijo. – Quietita. ¿Quiere más? ¿Por eso se mueve así? Dígame que quiere más, sino creeré que no le gusta y si no le gusta me iré.

– ¡No! – casi grité, sin pensar, aterrada ante la perspectiva de que se fuera y me dejara así. Estaba demasiado excitada, demasiado caliente ya, me invadía el trance del deseo, impidiéndome pensar.

– ¿No? ¿No quiere más? – su mano comenzó a retirarse, pero la mía fue más rápida, y pesqué su muñeca antes que abandonara la húmeda calidez de mi concha.

Entonces él se rió otra vez, esta vez no se contuvo, y una carcajada sonora se escucho cual trueno en ese probador diminuto. Un trueno que me despertó de mi trance. Abrí los ojos aterrada, las piernas me temblaron y me erguí rápidamente, miré a mi alrededor, como buscando una salida. Sus manos se hicieron fuertes entonces, el brazo que me ceñía se endureció y la mano en mi cadera me apretó con fuerza, empujándome contra el espejo, mientras que la que se deleitaba en mi concha me aprisionaba ferozmente. Iba a gritar, pedir por ayuda cuando se inclinó hasta mi oído y empezó a hablarme bajito y su voz era una mezcla entre amenaza y seducción que me dejaba indefensa.

– ¿Qué vas a hacer? ¿A quién vas a llamar? ¿Quién te va a hacer caso? Mirate, mirate en el espejo. Estás desnuda, ¿ves? Estás desnuda como la puta que sos, encerrada acá con un macho que te esta disfrutando. ¿Qué más querés? ¿Para qué son las putas como vos, sino para calentar machos y hacerlos gozar?

Sus dedos empezaron a moverse otra vez en mi concha, pero ahora no eran suaves, sino exigentes, sabían lo que hacían, los movimientos justos para hacerme sentir al máximo, encadenarme con ganas, esclavizarme con deseo. Exhalé, inhalé, me esforcé por respirar aunque las piernas me temblaban de miedo y de placer, y mis pensamientos se perdían en una espiral de construcciones sin sentido, pasando de la indignación total a la vergüenza, para llegar a una sola conclusión: no deseaba – no podía – irme de allí.

Él, inteligente, notó enseguida mi sumisión, y sus dedos se mantuvieron exigentes, pero la mano en mi cadera ya no me forzaba sino que me sostenía y su discurso cambió.

– Así chiquita, así me gusta. Reconocelo. Sos una puta. Y a mí me gustan las putas como vos. ¿Gozás? ¿Te toco bien? Linda. Linda putita, cómo te disfruto. Dale, acabate, acabate acá, mojame la mano, terminate como la puta que sos.

Y mientras hablaba sus dedos me tocaban, a veces enérgicos, a veces blandos, rodeando mi clítoris o golpeándolo con fuerza, apenas rozándolo o tomándolo entre dos dedos y haciéndolo girar. Otras veces se metían en mi vagina, girando adentro, empujando con fuerza, penetrándome, o buscando en mis paredes los puntos más sensibles. Ya no me importaba nada de lo que me decía, ya no me preocupaba ni me asustaba exponerme así, no sentía humillación, ni rabia, ni miedo; en realidad ya no podía pensar, no podía hacer nada, solo podía sentir. Sentía las sensaciones que se iban montando, como un resorte que se apretaba y se apretaba y uno sabe que en cualquier momento va a saltar.

Y en el momento en que finalmente el orgasmo se iba a resolver, cuando me preparaba para esa ola de gozo, el hombre me inclinó hacia adelante con fuerza, tanto que mi cara se golpeó dolorosamente contra el espejo. Una mano urgente me bajó la bombacha y lo sentí acercarme bruscamente hacia él, de alguna manera había liberado su pija porque la sentí entrar con fuerza en mi concha empapada, como un ariete que se abre paso por las puertas de un castillo, llenándome toda con esa barra de carne dura y caliente. No pude contenerme, no quise contenerme, el orgasmo estallo mientras lo sentía bombear adentro de mí, con fuerza, apretándome contra el espejo, sin el menor cuidado, usándome para acabarse de una forma casi desquiciada. Pero no me importo, porque el placer me inundaba, me envolvía y me hacía flotar. Y luego, casi inmediatamente lo sentí llenarme la concha de leche. Chorros hirvientes que me quemaban y dispararon otro orgasmo que me tomó de sorpresa, y no sabía si gritaba o no; no sabía si me acababa discreta o hacía un escándalo. No sabía nada, solo gozaba.

Ni siquiera me di cuenta cuando se retiró de mí. Me deslicé al piso y quedé sentada, totalmente perdida del mundo. Lo vi meter su pija que, increíblemente, aún seguía enorme, en su pantalón, arreglarse la ropa y mirarse en el espejo, comprobando su apariencia, antes de irse del probador. Así nomás, sin hablarme, sin dignarse siquiera a mirarme. Si no me hubiera sentido tan saciada, si no estuviera tan bien cogida, me hubieran dado ganas de putear, o tal vez llorar, no sé. Pero no soy poco realista yo, ese polvo me había dejado tan satisfecha que no tenía fuerzas ni para hablar, esa deliciosa languidez post-excelente-coito me lo impedía. Podría furiosa con el tipo,
que de hecho estaba, y avergonzada y furiosa también conmigo misma por permitirle tratarme así, pero no podía dejar de reconocer que me había cogido como los dioses.

Un rato después, ya repuesta – y vestida, obviamente, cuando logré juntar el valor necesario, me asomé a través de la cortina. Afortunadamente, al parecer, nadie había notado mi larga permanencia en ese lugar, ni los hechos que allí ocurrieron – gracias a dios. Tampoco se lo veía a él, ni a su esposa, por ninguna parte de la tienda. Agradecí por los pequeños milagros y salí del probador.

Encuadrando los hombros, con mi combinación nueva en las manos, me dirigí al mostrador. No me iba a ir sin lo que había ido a buscar, de alguna manera el comprar ese bendito conjunto de ropa interior era imperativo para mí en ese momento, casi un acto de absolución. La chica del mostrador lo tomó sin mostrar el menor signo de que hubiera nada malo con él – aunque yo sabía que la bombacha estaba empapada y olía a sexo, mojada con leche y mis jugos, el mismo olor que cada centímetro de mi piel debía despedir, y lo metió en una bolsita de papel muy coqueta.

– ¿Cuánto es? – le pregunté, buscando mi monedero en la cartera, tratando de que mi voz no temblara.

Ella me guiñó un ojo y me entregó la bolsa.

– Nada, – me contestó. – El caballero que se acaba de retirar ya lo pagó.

1 comentario:

  1. Me encantó, es interesante, provocador, excitante y está perfectamente redactado.
    Voy a soñar con tu relato esta noche.

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